domingo, julio 26

—¡Santa Madonna! ¿Por qué gritan estos locos? ¿De qué se asustan? ¿No comprenden todavía que este mundo es un bochinche desde que Adán y Eva le hicieron a Dios aquella porquería en el Paraíso?

Regresaba luego a su cuartito, encendía su lámpara de querosén, y puesta de codos en su mesa temblequeante hojeaba la Biblia de letras gordas y papel amarillento que había traído de Italia y salvado heroicamente de todos los desastres, junto con aquella estampa de Nuestra Señora de Loreto que presidía su cabecera y aún conservaba su marco aldeano de latón. Con la mirada turbia y a favor del silencio nocturno, Cloto leía en el Viejo Testamento la paciencia de Dios y la locura de los hombres: historias de amor y odio, virtudes admirables y vicios tremendos, alegrías patriarcales y llantos de miseria, terremotos y diluvios, pestes y masacres desfilaban ante sus ojos, como las figuras cinematográficas que había visto cierta vez en el «Rívoli» de la calle Triunvirato gracias a una invitación de doña Carmen, la española del fondo. Pensando en esas cosas la vieja cerraba lentamente aquel libro temible, y se decía que sin duda el mundo siempre había sido un batifondo, y que lo seguiría siendo hasta el Juicio Final, aunque se desgañitasen los oradores de las esquinas. Por otra parte (y su convicción era cada vez más profunda), la vida se deslizaba como un sueño y se resolvía en un desfile de imágenes tan poco duraderas, que no sabía uno si reír o llorar. Entonces Cloto recapitulaba la suya: su niñez dura y alegre, ¡oh, sí!, en el terruño del Piemonte; su casamiento en la iglesia montañosa. Y de pronto aquel extraño viaje marítimo: un tirón brutal que los arrancaba de la tierra y los había dejado a todos con las raíces en el viento (¡Santa Madonna!. ¿Por qué y para qué?) Su desembarco en Buenos Aires y sus cuarenta y cinco años de fajina con aquellos hijos rebeldes (¡malas cabezas, los pobres!), ella lavando ropa de sol a sol, su viejo encanecido en los andamios. Después la muerte o la dispersión de todos: carnes y gestos que uno amaba, que dolían y que se le escaparon de entre los dedos, así, tan fácilmente como un puñado de arena. ¡Sí, todo como un sueño! La vieja Cloto ya no tenía lágrimas que llorar, y su escepticismo frente a lo mudable de las cosas le inspiraba un gesto reservado que no era indiferencia sino recelo y acaso sabiduría. Pero alguna visión alcanzaba ella de lo inmutable, y era cuando, al finalizar la misa de alba, se acercaba lentamente al comulgatorio de San Bernardo: le parecía entonces que no bien el oficiante levantaba la hostia blanca se desvanecía en torno suyo toda penuria y contradicción, y que algo eterno andaba por allí, algo que había sido, era y sería siempre igual a sí mismo.

Leopoldo Marechal, en Adán Buenosayres, 1948