lunes, mayo 27

Domingo noche de luna

Domingo a la noche. Escribo desde mi cuarto, donde la luz de la luna se filtra por entre las rejas de mi ventana.
Es como apretar arena entre los dedos de la mano.
La luna en Buenos Aires no es amistosa, no es grande y brillante... Acá es como si estuviese muy lejos, mucho más lejos que de costumbre: es un foquito frío, pequeño, inmaculado, un recuerdo de lo que existe más allá de estos monstruos de cemento construidos sobre el mar de asfalto
Me recuerda justamente a que hay otros lugares sin edificios ni asfaltos, donde la luna está sola alumbrando el mar verde de las pampas, o los bosques, o montañas o desiertos... Ahí los hombres son como un personaje más que viene a instituirse como actor de una obra en continuado, que estuvo y estará siempre ahí. Pasamos sin pena ni gloria.
En Buenos Aires no es nada de eso: nosotros inventamos Buenos Aires. La sacamos del mundo, porque ella se transforma en un nuevo mundo dentro de sí. La ciudad es ella, totalizadora y absoluta. Nosotros somos sus actores, pero también es cierto que seguirá estando acá mucho después de que nosotros nos hayamos ido.
La ciudad es un monstruo perfecto, un monstruo bueno. El pasto, las plazas, los árboles, la fauna bizarra, la gente, somos todos pequeños recuerdos de una naturaleza que hubo; Buenos Aires supo comerse esas realidades. Incorporarlas, quitarles su identidad y asimilarlas a sí misma: los árboles son plaza, el pasto es césped, las palomas son ratas con alas, y nosotros somos... porteños, sí, o algo parecido.
Tengo un amor trágico, una sensación ambivalente de delicia y sufrimiento con esta ciudad. Siempre he vivido acá, desde chico me incorporé a la cosmovisión porteña: la ciudad es todo, Buenos Aires es infinita, impregnada de secretos, absurda, terrible. Buenos Aires no perdona: nunca perdonó nada, y así los porteños mamamos desde el principio la tragedia que emana del asfalto, de las plazas, de la calle oscura y de la luna que sigue ahí, distante, fría, patética.
Estamos solos en este bloque de cementos. Estoy solo a la luz de la luna y de la pantalla de la computadora. A veces pienso que odio a Buenos Aires, a su gente, a su cultura, a la forma que tenemos de vivir y de esclavizarnos a nosotros mismos... o a ese Otro monstruoso en que se transformó la identidad de la ciudad creada por nosotros.
Como la mayoría fantaseé con irme. Como la mayoría vivo aterrado detrás de la elección que estoy tomando: vivir acá, ser porteño, morir porteño ¿Me convertiré en un monstruo, como todos?

Hay algo... algo de la vida que palpita en estas calles. Un motor, un sueño, un secreto que algún día voy a conocer. Buenos Aires es la madre que me dio todas las alegrías y todas las tristezas; mi destino trágico está en el camino que me lleva a morir sobre esta plataforma de asfalto, tapizada de edificios, plazoletas y avenidas arboladas. Me pregunto si lo encontraré. Me pregunto si estaré solo en la hora final.

Perdón. Me olvidaba de que, en Buenos Aires, nunca estás solo. De eso se trata el Misterio.

La vida y la muerte se cruzan en estas avenidas. En alguna encontraré la respuestas. Como he encontrado otras cosas, en las mismas calles, bajo el mismo cielo de metal.

Vivir acá también es como apretar arena entre los dedos.

Lo importante es que sigue siendo una elección... ¿O no?