jueves, noviembre 15

Cuando estás con ella, la ves y no sabés por qué mierda pero te cautiva tanto que no podés parar de mirarla y de pensar que querés estar en ese lugar y en ese momento para siempre...

lunes, noviembre 5

24 de diciembre


Milo sonrió en la soledad de su casa. La vieja se había ido a acostar hace rato, después de la cena y el brindis que hacía siglos se había tornado más una formalidad cultural que un alborozo de religión. Pero a veces, como ya sabemos, los rituales son importantes. Meditaba sobre el devenir de su vida y, quién sabe, quizás sobre su porvenir también. Es que diciembre tiene esa cosa rigurosa, austera, ese aire de brisa fresca como un tremendo regocijo de final de un día que castigó sus treinta y cinco grados centígrados de calor... sin tregua, desde la mañana hasta la noche. En diciembre decantan las ilusiones, los encuentros y desencuentros de todo un año. Gran momento para un tiempo suficiente.

Más vale: Milo tenía muchas cosas en qué pensar. Soñaba puertas adentro, recordaba y revivía momentos intensos recientemente pasados. Había sido un año duro, una facultad que hizo doler su seguidilla de exámenes monótonos, histéricos. Tuvo sus logros, algunos decisivos, otros marginales; su pequeña colección de fracasos, desengaños, tristezas, algunas birras. Quién supiese; también tuvo el amor. Ganado por ganado, y perdido por perdido; la vida a veces tiene esas cosas.

En la soledad de su casa, decíamos, tomaba su copita de sidra. Algunos prefieren el champagne; para Milo, la sidra era mejor. Fresca, rica, fácil; al champagne hay que aprenderlo, aunque para algunos no es más que la versión obscena de un vino barato. Tomaba, pensaba, se reía; "por momentos como éste la vida vale la pena". Y la nochecita, el calor, la copita le hacían sentirse un poco menos solo.

Se acordó, o quiso acordarse, que el hombre es un ser social, y agarró el celular. Marcó el primer número que le vino a la cabeza: su amigo. Tragedia amorosa recientemente superada. Silencio tras la línea. Cortó... No es fácil comunicarse a distancia los veinticuatros de diciembre. Llamó de vuelta... esta vez, otro número, otro amigo. Milo nunca tuvo muchos amigos pero a los que tuvo los quiso. Espera, espera, escucha una voz familiar del otro lado de la línea.

"¡Hola! ¿Cómo estás? Yo solo, en casa. Me acordaba de vos... ¿Estás con tu novia? Mandale un beso. La verdad que éste fue un año duro, lleno de cambios. Todos ustedes cambiaron mucho. Yo creo que para bien. Y, la verdad, en serio... Estoy muy contento por ustedes. Te veía cabizbajo, cansado, triste... ¿te acordás? Y me decías que no tenías motivo para estar  así, que no sabías por qué. Mirate ahora, mirá como estas, chorreando fuerzas y alegrías. Sí, y eso me hace muy bien a mí también, nos hace muy bien a todos... Dejá, dejá en serio, no te preocupes, voy a estar bien, la paso bien. Me miro una peli ¡Mañana dale, mañana nos vemos!"

Cortó, o cortó el otro. Su alegría era genuina: era bueno que los chicos estuviesen bien, pensaba. Seguía tomando su sidra; sonreía, aunque a veces esa sombra de misterio le atravesaba como una ráfaga sus facciones. Los conocía desde hace años, los vió alegres, tristes, borrachos, agotados... y ahora los veía bien. Bien como nunca.

"Eso es bueno. Tiene que ser bueno". Y su corazón se desgarraba en felicidad. Se terminó la sidra ¿Habrá otra? Caminó con alguna dificultad hasta la heladera y la encontró: la última botella. Como anillo al dedo.

Animado por el calor y el poco pero necesario alcohol que había en su sangre Milo subió las escaleras que lo separaban de su terraza: un quinto piso en un barrio de edificios bajos. Una parrilla con algo de ceniza y una reposera. Se sentó. Abrió la sidra; se servía y un poco pensaba, un poco reía. Realmente había sido un año intenso, más de lo que tienen que ser.

Miraba el cielo iluminado por las cañitas voladoras y algún que otro conjunto de fuegos artificiales. Era la alegría: la alegría de los otros, de los desconocidos, de sus amigos, de su madre que dormía. Un gato que andaba caminando por el tejado se asusta y se va: eriza la cola, los bigotes, observa con esa mirada penetrante que esconde ese  pequeño mundo de secretos.

"¿Pensarán los gatos? ¿Sufrirán? ¿Les joderán las cosas que nos joden a nosotros?"

Son reflexiones de borracho, se dijo. Y tomaba. Se desprendió los botones de la camisa: hacía calor, cierto, y ese diciembre no había brisas frescas que hiciesen a la noche un poco más domesticable. Sólo el imperio de la naturaleza más cruda.

Milo deja la copa y mira a la gente, el cielo, el gato que se fue. Por primera vez en mucho tiempo la alegría volvía a dominar su corazón ¿Alguna vez fue feliz? No lo sabe, ni sabe si lo sabe; pero los chicos están bien, y eso es lo que importa. Y la vieja está bien, con sus mambos, con sus cosas, con el laburo, pero bien. Porque lo tiene a él.

Las cañitas voladoras no cesaban, el ruido a cohete, jolgorio, alegría; el olor al humo recién ejecutado de los explosivos. Miraba al cielo y sonreía, con esa sonrisa plateada que iluminaba su carita: en ella se reflejaba la luna, entera, enorme y brillante, estampada en un mar de estrellas.

"La verdad... las cosas no pueden ir mejor"

Y ese momento le pareció tan hermoso, único, magnífico, que quiso que durase mil años y que su recuerdo estuviese para siempre atornillado en el alma. Miró de vuelta, se sacó de encima un mosquito que le estaba picando, y saltó.

Para siempre.